Es humano. El común de los mortales no tenemos la bondad suficiente ni tan desarrollada como para no odiar, aunque solo sea por un instante -y de la manera más visceral imaginable- a ese manager que torpedeó tu carrera. Dejar pasar por alto ese talante manipulador a la vez que inútil sería traicionarnos a nosotros mismos. Aunque solo sea por unos segundos, es gratificante darse ese lujo.
Además, nuestro plástico cerebro nos reconforta diciéndonos que esa empresa tendrá un antes y un después, marcado justo el día de nuestra salida del proyecto.
Sin embargo, por suerte para la economía local, no es así ni tan tajante. He contratado y despedido en multitud de ocasiones, en distintas iniciativas y en sectores variados. No negaré que hay despidos merecidos y otros ejemplarizantes pero muchos otros duros y rebosantes de impotencia. En la mayoría, simplemente no era el momento, el lugar o la actitud adecuada. En todos, nadie era feliz sosteniendo una relación profesional que no llenaba ninguna ambición.
Pero todo cambia cuando al que despedirías y no puedes, es a tu responsable por furiosa ineptitud. El que prometió la gloria en público, pero pagó con cobarde silencio. El que no te mira porque no puede darte explicaciones pero siempre cuenta contigo. El que se alegra muchísimo de coincidir, pero no hace vibrar tu terminal corporativo. El que te insta a agradecer cual Ragnar Lodbrok a Odín por conservar el empleo cuando el depósito de paciencia empieza a estar bajo. El que argumenta con agitaciones pero se ofende cuando la duda es molesta para el logotipo.
Al que le importa tanto tu futuro prometido como la arquitectura visigoda.
Por suerte, la literatura histórica empresarial siempre acaba cumpliendo mientras apisona las fantasías de unos y otros y deja en evidencia a todos cuando viene marejada. Porque gestionar el barco en aguas en calma es divertido, pero ya dijo Buffet «sólo cuando baja la marea se sabe quién nadaba desnudo».
Todos debemos de ser conscientes de que cometemos fallos y que al final, nadie tiene la justificación relativa a su insidia, ni de su ignorancia, cabreo o ansiedad, sobre todo cuando la padecen los demás. Pero al menos en mi caso, de lo que siempre me he sentido orgulloso es de poder dormir bien tranquilo después de haber hecho todo lo posible por mis equipos, aunque no fuese lo que se esperase de mi. En ocasiones, hasta considerando el esfuerzo injusto yo mismo, pero siempre irreprochable.
Desde luego, lo que sí es de justicia divina es que todos podamos observar la inquina que reconcome la tranquilidad de los insolventes sentimentales al observar paralizados y perplejos el festival de excedencias ante sus ojos.
Al final, la razón la teníamos todos, pero el capitán del rimbombante proyecto fallido, solo era uno.